martes 07 de abril 2020

De inyecciones, el Dr. Jorgito y Jip

Edna Iturralde

Le tengo presente. De mediana estatura, cabello blanco y ojos azules que sabían brillar con picardía. Como los de un niño. Sonrisa pronta y risa clara. Y la bondad que emanaba de todo su ser. Era el pediatra Jorge Vallarino, que venía a verme a la casa de mis abuelitos cuando yo estaba enferma de la garganta. Mi abuelita lo recibía con una tacita de café tinto; yo, con una mezcla de terror y alegría. Terror porque casi siempre me ponía una inyección de penicilina. Las jeringas eran de cristal, por lo tanto, tenía que lavarlas y esterilizarlas en agua hirviente. El doctor tenía un diminuto reverbero que funcionaba con alcohol; allí colocaba una caja de metal llena con agua y dentro la jeringa. Yo, sin embargo, sentía alegría porque él conversaba con mis muñecas. Sí. Les preguntaba que cómo estaban y hacía comentarios sobre sus vestidos. Y, además, el doctor le caía muy bien a mi perrito Jip. Es decir, simpatizaban mutuamente. Jip apreciaba que él no decía: “¡Bajen a ese perro de la cama de la niña!” Frase
muy utilizada por mi abuelita. Al doctor le gustaba verlo bailar. ¡Y Jip bailaba moviendo la colita!