Estabas callada, sentada muy lejos de mí porque querías evitar mis ojos. Era una fiesta pero tus pies no querían bailar, al menos no querían entregarse a nadie que no fuera yo; eso los sabíamos ambos, aunque no habíamos confesado nuestro pecado.

Hasta esa noche nuestro amor era solo un deseo de esos que se añora en los pensamientos, se amarra en la lengua y se añeja en la piel. Ninguno de los dos se atrevía a quebrar los límites, porque los vidrios podían lastimar.

El reloj caminaba más lento aquella noche, se había vuelto nuestro cómplice y no lo sabíamos. Los ojos indiscretos de la gente nos intimidaban, nadie sabía que vos y yo, esa noche, queríamos estar juntos; aunque nos separaba un silencio en una fiesta.La música sonaba.

Los amigos no dejaban de reír, bailar y charlar. Yo bebía un vaso de cerveza junto a una ventana y regalaba mis pensamientos a la noche.

Vos, pues, te dabas modos para verme cuando tus amigos te rodeaban. Poco a poco el reloj se cansó de nuestras indecisiones de aquella noche y aceleró la madrugada.

Los bohemios empezaron a sucumbir y las cenicientas se quedaban sin carruajes. Ya pocos nos quedamos en la fiesta, que ya no era un baile; se había convertido en una inmensa conversación con música de cantina que permitía que diéramos unos alaridos de amor en los estribillos más dolorosos.

Me senté a tu lado y te dije: “Al fin te dejan libre tus guardianes”. Te toqué un brazo y me robaste un beso. En ese instante sonó esta canción que posiblemente debimos hacer caso antes de ir a esa fiesta: “Te hubieras ido antes.

¿Por qué no te marchaste cuando aún no eras tan indispensable? Me pides que te olvide cuando hiciste todo para enamorarme...”.

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