¡Futuro!
La noción del tiempo ha fascinado a los seres humanos. En la antigüedad se inventaron oráculos, dioses y calendarios que intentaron calcular su paso por las cuatro estaciones, las fases del sol, la luna y la posición de las estrellas.
El tiempo es un ciclo energético. Para unos es astronómico, que se deduce mediante algoritmos y telescopios espaciales; para otros tiene catadura psicológica que contiene el pasado, el presente y el futuro. La ciencia ha reconocido que el tiempo es la cuarta dimensión de la física, y no es lineal sino circular, gracias a su hermana siamés -el espacio-, descrito por la teoría de la relatividad.
El futuro es una conjetura, una predicción, un instante fraguado en el presente de la vida que traza un camino -el porvenir- construido cada día, con el pasar de las horas, minutos y segundos. En esta perspectiva, “el presente es el pasado del futuro”.
Todas las religiones consideran que el tiempo es una dimensión existente. Y para interpretarla crearon dioses, y aparecieron adivinadores y profetas, con saberes ancestrales, doctrinas y escatologías que estudiaron el fin de los tiempos. Basta leer el Apocalipsis. La astrología fue considerada una pseudociencia.
Los estudios del futuro son ahora científicos -centrados en la astronomía- y no en prédicas. El método probabilístico tiene elementos confiables, según modelos matemáticos. Y existe la futurología como arte, ciencia y práctica para postular futuros posibles o preferibles. Y también futuros alternativos, en lugar de futuros únicos, rígidos y monolíticos.
Por eso, pronosticar o predecir el futuro es peligroso. Dejemos que los algoritmos calculen. Lo que sí parece
lógico es aprender las lecciones del pasado. Y vivir el presente. ¿Verdad?